Marcelo y Narciso

Por José García Sánchez

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La gran herencia de Andrés Manuel López Obrador a su sucesora no radica en la entrega del bastón de mando sino en mostrarle el camino de la disidencia interna allanado, es decir, limpio. Durante las últimas semanas se esterilizó el partido en el poder de disidentes internos.

 

Una disidencia intolerante que no admitía e debate sino el capricho. La imposición ante la discusión, el chantaje frente a los acuerdos, la división ante la armonía. Una parte inconforme en nombre del futuro a mediano plazo cuando lo que estaba en juego era corto plazo, frente al peligro inminente de una derecha acechando y golpista.

 

El ensayo experimental fue con Ricardo Monreal, quien trató de competir por la candidatura a la Presidencia de la República dentro y fuera de las reglas establecidas. Después, vino la intentona de Ebrard que tuvo más arrastre, porque traía más dinero en su encargo, pero fue igualmente apagada, aunque algunos de sus seguidores aseguren todavía hoy, que esa llama todavía levanta humo.

 

Así como Monreal y Ebrard hay otros que ahora muestran un evidente extravío de brújula que seguramente redundará en una acción que ni favorece a la oposición ni daña a Morena. Micher, Polevnski, Maldonado, Rojas, pueden quedarse o ir a otro partido sin consecuencias para nadie.

 

La población está consciente de que los escándalos mediáticos en la política, en su mayoría, carecen de trascendencia. Los medios convencionales terminaron por no convencer a nadie en el mejor de los casos, o bien perdieron totalmente la credibilidad, en la mayoría de las ocasiones.

 

Estos personajes ni ayudan a Morena regresando al redil ni remontan votación legislativa alguna en la oposición ni fortalecen al partido en el poder. Una vez pasados por el tamiz de la disidencia arrepentida se convierten en nada y sus líderes en un referente que nadie quiere recordar.

 

Esta situación no pudo convertirse en algo inmune a no ser por la estratega política de Andrés Manuel López Obrador, que sabe cómo desinfectar del virus de la disidencia interna a quienes la practican. Antes de irse deja sin disidencia ni inconformidad en Morena, seguramente vendrán otros inconformes, pero su gestación no tendrá como principal causa las decisiones cupulares del partido ni del gobierno actuales.

 

Andrés Manuel sabe que el peor peligro para los protagónicos es el monólogo que terminan practicando sólo a través de los medios convencionales, predicando en el desierto, hablan solos convocando a una sociedad que los abandonó por su adicción a sí mismos. Las causas de estas disidencias tenían, en todos los casos, esta característica, el egocentrismo como consigna e ideología. La exacerbación de la autoestima terminó por volverse fantasía.

 

Eran esa especie común de los partidos que se venden por lo que creen que valen y terminan adaptándose a lo que en realidad cuestan. Porque las diferencias no eran de fondo. A ninguno de los antes mencionados se les conoce por su aportación a las ideas políticas, o por su intención de mejorar el partido o nutrir a la izquierda mexicana de alternativas. La causa de esas disidencias no era sustancial sino de forma, aparentes, mediáticas en el mejor de los casos.

 

A estos disidentes les tocó la mala suerte de pelear en el fondo de su lucha con un líder gigantesco, cuya sobra eran capaces de pisar sólo como pajes y no como acompañantes, y tocó a ese líder deshacerse de la competencia que intentó sucederlo sin alcanzar su altura.

 

Un líder con seguidores pero sin ideas, es medio líder y medio agitador. Ebrard nunca supo elaborar una sola idea en su movimiento de disidencia más allá del piso parejo o la exigencia de disculpa pública. Un disidente que sin ideas trató de conspirar contra una sobra sólo logró dañar el espectro de su propia imagen y verse relegado no sólo del trono con el que soñó sino del lugar que pudo obtener sin la infructuosa rebeldía de quien cada mañana pregunta al espejo quién es el mejor.

 

El narcicismo suele convertirse en un monstruo, y eso lo previno el presidente, por lo que hundió en el silencio y olvido cualquier figura que tuviera como competencia, sobre todo si no era la que él determinara.