Por Aldo San Pedro
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En nuestro país, donde la diversidad y complejidad social son evidentes, la participación ciudadana se vuelve esencial para lograr transformaciones significativas. Recientemente, la Cámara de Diputados aprobó dos reformas clave: una reforma a la Guardia Nacional y otra que reconoce a los pueblos indígenas y afromexicanos como sujetos de derecho público. Ambas iniciativas no solo responden a demandas históricas, sino que ofrecen una oportunidad única para que la sociedad se involucre activamente en la construcción de un México más justo y seguro.
La implementación de estas reformas plantea tanto riesgos como oportunidades. Por un lado, la reforma a la Guardia Nacional trae consigo preocupaciones sobre una posible militarización de la seguridad pública. Por otro, el reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios es un paso hacia la justicia social. En este contexto, es fundamental que la ciudadanía, junto con las instituciones, asuma un rol proactivo para asegurar que estos cambios se materialicen en beneficios concretos.
La reforma a la Guardia Nacional, aprobada el 19 de septiembre de 2024, transfiere el control de este cuerpo a las fuerzas armadas. Este cambio ha generado inquietudes en diversos sectores de la sociedad sobre un posible abuso del poder militar. Sin embargo, dado el contexto de violencia y crimen organizado que enfrenta el país, es crucial actuar con responsabilidad.
El riesgo de una militarización prolongada es real, pero esto puede mitigarse mediante una supervisión civil robusta. La creación de comités de vigilancia ciudadana y observatorios independientes es vital para garantizar que la actuación de la Guardia Nacional respete los derechos humanos. La sociedad debe exigir transparencia y rendición de cuentas, asegurando que los derechos fundamentales no sean sacrificados en nombre de la seguridad.
Por otro lado, si esta reforma no se hubiese aprobado, México habría continuado con un sistema de seguridad fragmentado e ineficaz. Sin un marco legal que permita la colaboración de las fuerzas armadas, la delincuencia organizada seguirá proliferando. La clave está en equilibrar la necesidad de seguridad con la defensa de los derechos humanos, y la ciudadanía tiene el poder de exigir que se implementen medidas que ofrezcan resultados tangibles.
El 18 de septiembre de 2024, la Cámara de Diputados aprobó por unanimidad el reconocimiento de los pueblos indígenas y afromexicanos como sujetos de derecho público. Esta reforma es un avance significativo hacia la justicia social, pero su éxito dependerá de la acción concertada entre las comunidades y el Estado.
El principal riesgo radica en que esta reforma quede en el papel sin un acompañamiento real. Reconocer la autonomía de estos pueblos no garantiza que se satisfagan sus necesidades. Es esencial que las comunidades indígenas participen en la gestión de sus asuntos, pero también que la sociedad civil y el gobierno se comprometan a proporcionar los recursos y el apoyo necesarios para que ejerzan sus derechos plenamente.
Negar este reconocimiento habría perpetuado una situación de exclusión y desigualdad. Históricamente, los pueblos indígenas y afromexicanos han sido despojados de sus tierras y derechos. Ahora, se presenta la oportunidad de reparar este daño, pero esto solo será posible si se garantiza que el reconocimiento legal se traduzca en acciones concretas que mejoren la vida de estas comunidades.
La sociedad civil tiene herramientas valiosas para ejercer su influencia: la formación de comités de supervisión, el uso de plataformas digitales para denunciar irregularidades y la participación en diálogos públicos son solo algunas de las maneras en que los ciudadanos pueden contribuir. En el caso de la Guardia Nacional, establecer mecanismos de vigilancia puede ser decisivo para prevenir abusos. Para los pueblos originarios, el apoyo a sus iniciativas y la promoción de su cultura son pasos cruciales para construir un futuro en el que sus derechos sean plenamente respetados.
La experiencia de países como Colombia y Brasil demuestra que la participación de las fuerzas armadas en la seguridad interna puede ser efectiva si se maneja con responsabilidad. En Colombia, por ejemplo, la tasa de homicidios se redujo en un 40% entre 2002 y 2010 gracias a la colaboración de las fuerzas armadas en la lucha contra el narcotráfico, según el Ministerio de Defensa. Este éxito no se habría logrado sin la vigilancia de la sociedad, que exigió el respeto a los derechos humanos.
En el ámbito del reconocimiento de los pueblos originarios, países como Bolivia y Nueva Zelanda han mostrado que las reformas legales pueden transformar positivamente las vidas de estas comunidades. En Nueva Zelanda, el Tratado de Waitangi ha sido fundamental para garantizar la autonomía y el desarrollo sostenible del pueblo maorí, evidenciando la importancia de la colaboración entre el gobierno y las comunidades para lograr un impacto real.
Estas experiencias internacionales subrayan que, con participación activa y compromiso estatal, las reformas pueden generar beneficios concretos. México puede aprender de estos ejemplos para asegurar que sus propias reformas cumplan con sus objetivos y enriquezcan la vida de todos sus ciudadanos y ciudadanas.
Las reformas sobre la Guardia Nacional y el reconocimiento de los pueblos indígenas y afromexicanos son pasos fundamentales hacia un México más seguro y justo. Sin embargo, su éxito dependerá de la participación activa de la ciudadanía y de la capacidad del Estado para garantizar su correcta implementación.
Es momento de que los ciudadanos y cuidadanas se involucren en este proceso, no solo observando, sino actuando. Las herramientas están a disposición de la sociedad, y el compromiso colectivo será clave para asegurar que estas reformas se traduzcan en realidades tangibles. En este esfuerzo conjunto, podremos construir un país donde la seguridad y los derechos humanos vayan de la mano, y donde la inclusión social sea una realidad para todos y todas.